Frenesí (cuento)

Los objetos se le movían, burlones, delante de la cara. Se le burlaban los vasos, las sillas, las paredes, la luz que atravesaba, pálida, las cortinas; se le reían murmurando, ronroneando, las zapatillas en el piso y las lámparas del techo. Él estaba quieto, mordiéndose los labios, resistiendo la explosión de sus nervios. Se encorvaba, tembloroso, sobre sí mismo, ocultándose en su propio cuerpo, y las cosas se le echaban encima, aplastándolo, cerrándolo sin fisuras ni resquicios a todo lo heterogéneo a sí mismo. Hablaba despacio y repetía algo parecido a un sortilegio, una palabra prehistórica, más allá de toda definición y categoría, y desde ahí, pedía perdón, con esa palabra, palabra primitiva que lo golpeaba seca y sorda, pedía perdón por sí mismo, todo girando sobre sí mismo, hasta que ya no quedaba nada fuera de él, y todo se volvía él, y se llenaba de vergüenza; ahí estaba él, en todas partes, como un Narciso deforme arrojándose al agua lisa, quieta e indiferente. Se ahogaba ahí, en el agua que no podía ver ni lo veía a él, el agua que deforma el mundo estable, detenido por el contraste del movimiento desesperado y frenético que le transmitían sus nervios reprimidos. Recordó un lamento lejano que emitía él mismo desde esa cualquier otra cosa que no fuera el todo que era él mismo, que se extendía por las repisas, el escritorio, el televisor y las botellas vacías en el piso de la cocina. Se desnudó, se quitó la piel y la carne, se arrancó los velos oscuros que eran sus ojos llorosos y se quedó ahí, quieto, delante de sí mismo, lleno de impotencia y desánimo.

Se levantó despacio para no despertarse y verse y deternerse en el momento de salir al balcón y aferrarse al hierro frío de la mañana. Miró hacia abajo, desde donde subía un rumor indefinido, sin voces y tan humano como las multitudes. Vio miles, en movimiento líquido y denso, arrastrando todo a su paso, como el agua atraviesa un laberinto, sin dudar, cubriendo todos los caminos. Se arrancaban unos a otros el erizarse de su piel ardiendo en un latido difuso, y expandiéndose con el calor vivo que dejaban sus huellas en el asfalto, se abría la ciudad, asustada.

Lo veía todo, y nada de lo que había sido -y había sido todo- quedaba en pie. Era temprano, pero ya no lo sabía. Había pasado la noche, quedaba detrás de él, todavía agonizando en el aire quieto y confuso de su cuarto, y la luz del día llegaba tarde, y apática se alejaba hacia las sombras que aun dormían en las entradas de los edificios, debajo de los autos y en la arquitectura imprecisa de los árboles. Permaneció ahí, en silencio, viéndolo todo, alimentándose voraz de todo lo que no era él, hasta llenar todo su cuerpo, satisfecho de mundo, extasiado por el movimiento de los hombres. Tensó el cuerpo, dio media vuelta y salió de su departamento.

Se quedó por un segundo al borde del delirio, que lo rozaba con su ropa húmeda, lo atravesaban los chicos tironeados por mujeres exaltadas, alegres, lozanas, confundidas, hombres torpes de movimiento sin dirección definida, viejos sonrientes que se aferraban al vértigo de los empujones anónimos y sin malicia que se escabullían entre la inconstancia. Algo murmuraba, crecía al lado de cada uno, familiar como la creación espontánea con la que se sorprenden los que pasan despreocupados de todo, irresponsables de todo, quitándose la responsabilidad de encima y arrojándosela al resto, que hacía lo mismo, jugando con el peso de las cosas. Se dejaba llevar, todos hacían lo mismo, se dejaban llevar sin importar hacia dónde. Sus rostros alegres contrastaban con la alarma que producían en esos seres serios que colgaban de los balcones, como sentenciados por la risa y la locura. Les hacían señas, les gritaban horrorizados discursos enteros que nadie alcanzaba a oir, un drama representado en las fachadas de los edificios, que se avegonzaban de su tétrica exposición. El calor aumentaba, el sudor se transmitía de cuerpo en cuerpo, las luces amarillas sobre los cruces de las calles temblaban por el golpe de los pasos y el cono de su luz representaba aquel temblor hinchándose y contrayéndose.

Pasó un tiempo indeterminado, más cercano a las horas que a los minutos, y la extenuación no calmaba la euforia masiva que se contagiaba a lo largo de cuadras y cuadras. Pegó unos fuertes saltos mientras caminaba, para poder ver a lo lejos, por sobre la columna de hombres. A la distancia, parecían agolparse, acumularse hasta formar montículos histéricos, centenares de miles de cuerpos, y la columna avanzaba, ciega, alegre. Otra vez los saltos los hacía de lado, para alcanzar, en los cruces de calles, las paralelas y corroborar lo que sus sentidos y unos rumores lejanos, escalonados en volumen, le hacían presentir: en decenas y decenas de calles sucedía lo mismo, se arrastraba la ciudad entera, la humanidad entera. Y todo terminaba allá, a lo lejos, en ese espacio abierto que debía ser una plaza y ahora un cúmulo latente al que se accedía como a un ídolo y crecía nutriéndose con la masa indistinta de mínimos seres infinitos. Las luces de la plaza ya estaban cubiertas por quienes querían treparse a sus columnas y luego por quienes se trepaban sobre los primeros, hasta cubrirlas casi por completo, de manera que la luz se filtraba con indecible esfuerzo por entre los cuerpos hasta escapar, quebrada, fragmentada, rojiza. Se trepaban a los árboles, a los edificios, a todo lo que pudiera elevarlos un poco más, más allá, para poder ver, o simplemente sin saber porqué.

Todo era confusión al llegar, todo era calor y delirio. Podía sentir a través de todos los sentidos, los suyos, pero también los de otros con los que se confundía, los sentidos plenos y ardientes de todos, que se perdían en los suyos y le hacían perder por momentos la conciencia. Era todo, no se distinguía ya de nada ni de nadie, se perdía en sí mismo y en todos. Recorrió la plaza con la mirada, los ojos le ardían, como el resto de su cuerpo, y todo se parecía a sí mismo.

Publicado el 21 junio 2011 en Uncategorized. Añade a favoritos el enlace permanente. 4 comentarios.

  1. cuorecontento

    Guaaaaauuu !!! muy bueno y muy k ( por Kafka, jaja) me hizo transpirar !!!!

    • Cha’ gracia’, cuorecontento, siempre al pie del cañón. Por lo de kafkiano … y sí. Creo que en verdad, si uno quiere escribir honestamente, cuando se pone a escribir te sale el lenguaje que más te impactó, con el que más te identificás. Es verdad que, para escribir de manera plena y realmente honesta, debería darle esa vuelta de tuerca que hace que las cosas salgan propias. Pero eso lleva tiempo y constancia, y ahí … ahhhh … ahí es donde se decide el asunto.

  2. Muy bueno, y muy rico en contenido, en cada frase y en cada palabra elegida. O sea, me da placer leer cosas donde no hay frases superfluas. Lo único, que si se trata de lo que parece, me preocupa, me inquieta un poco esa realidad. Pero desde lejos no quiero opinar mucho. Y no sé si te gustan las comparaciones, pero además de Kafka, noto un aire a di Benedetto también, pero seguro dos referencias tuyas. Seguí posteando, aunque sea de otros temas, o hacé tu propia página en facebook, si no los estás publicando.
    ¡Un abrazo!

    • Qué bueno que, después de varios años – de los que yo me confieso primer culpable – nos comuniquemos con el motivo de un cuento. Gracias por la lectura atenta. Lo de di Benedetto, en principio me alegra que lo hayas leído, es uno de los autores argentinos que más me gusta y bien puede ser que algo de él se me pegue cuando escribo. Ya seguiré posteando algunas otras cosas (cuando las escriba, claro está).
      ¡El blog se lee hasta en Hungría! Eso es fama, señores.

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